«Tengo el mejor trabajo del mundo. Juego seis minutos, meto dos canastas y todos quieren entrevistarme en la sala de prensa«. Son palabras de Steve Kerr, un hombre curioso y del que se habla o muy poco o demasiado, dependiendo de a quien le preguntes. Nacido en Beirut, Líbano, en 1965, es difícil saber quién es realmente este personaje. Como también lo es quedarse solo con una de las muchas caras que ha mostrado a lo largo de su carrera, siempre ligada al baloncesto. Los más jóvenes le recordarán por ser el entrenador de una de las mayores dinastías de siempre, la de los Golden State Warriors. Esa que ha logrado seis Finales, cinco de ellas consecutivas, cuatro campeonatos, que ha creado una nueva manera de jugar al baloncesto y ha tenido como protagonistas a jugadores únicos e irrepetibles, de los mejores de siempre. Seguramente, Kerr acabe siendo recordado por eso más que por otra cosa, pero eso no impide echar la vista atrás y comprobar que estamos hablando, como mínimo, de una de las mentes más maravillosas que ha dado el deporte.
El motivo por el que Kerr nació en tan remoto lugar es que su padre, Malcolm H. Kerr, era profesor de la Universidad Americana de Beirut. Malcolm murió asesinado en Beirut el 18 de enero de 1984, a la edad de 52 años. Dos hombres siguieron sus pasos en la universidad y uno de ellos disparó a bocajarro dos balas que atravesaron su cabeza. Al cabo de unas horas una llamada al centro en nombre de Hezbolá se atribuyó la autoría del atentado, pero nunca sería descubierta la identidad del hombre que apretó el gatillo y tan sólo quedó la certeza de que un extremista pretendía causar daño al enemigo estadounidense. El hecho marcó profundamente a Kerr, que por aquel entonces tenía 18 años y acababa de ingresar en la Universidad de Arizona. Ya en su etapa de madurez, sobre todo como ex jugador, Kerr hizo siempre gala de un increíble discurso político, homólogo a figuras del baloncesto contemporáneas como Gregg Poopovich o LeBron James y algo que le viene de su progenitor y de la familia cultivada y didáctica en la que se crió.
Kerr acabó sus estudios en 1988 con unos promedios de algo más de 11 puntos por partido, pero sin destacar especialmente. Fue parte, eso sí, del equipo que ganó la medalla de oro en el Mundial de España de 1986, derrotando a la Unión Soviética en una apretada final dos años después de ese oro olímpico que los norteamericanos ganaron en Los Ángeles, con Jordan a la cabeza. Precisamente con el escolta de los Bulls cruzó Kerr sus caminos en 1995. Antes, había sido seleccionado en un lejano puesto 50 de la segunda ronda del draft, recalando en los Suns para luego pasar por los Cavaliers de Lenny Wilkens (1989-93) y, brevemente, por los Magic de Shaq (47 partidos) antes de firmar por los Bulls en 1993. En Chicago fue donde el escolta se dio a conocer al mundo, primero por sus altercados con un Jordan retirado meses antes de su llegada y que retornó en un año y medio después, y luego por la aportación que hacía en pista, mucho mayor de lo que dicen sus números y mucho menor de la que demostraba su espectacular fama.
En Chicago, Kerr fue protagonista de una de las citas más cortas y antológicas de la historia de la NBA: «Estoy listo«. le dijo a Jordan durante el último tiempo muerto de las Finales de 1997. Los Jazz de Stockton y Malone, que habían logrado 64 victorias en temporada regular con el ala-pívot de MVP, habían llevado a sus rivales hasta la extenuación y el luminoso mostraba el empate que desharía Kerr, precisamente tras asistencia de Jordan. El episodio ocurrió más de un año después del famoso puñetazo que His Airness le propinó a su compañero durante un partidillo de entrenamiento en el que hubo intercambio de golpes propios de la defensa hasta que Jordan se hartó: «Antes de darme cuenta no pude resistirme y lo golpeé en todo el ojo«, relató tiempo después. Kerr hizo gala de su consabida verborrea, siempre bien dirigida, para contar su versión de los hechos: «La verdad, es que no sé en qué estaba pensando. Era Michael Jordan, el mejor jugador de todos los tiempos«. Johnny Ligmanowski, utillero del equipo, tuvo que ir a sacar a Phil Jackson de una conferencia telefónica porque Jordan estaba decidido a abandonar el entrenamiento. De una forma u otra, ambos jugadores resolvieron sus diferencias después de aquello y Kerr se ganó el respeto de su compañero y líder, que pidió su teléfono esa misma noche (sí, ni siquiera tenía su teléfono) y se disculpó. También confió en él para darle el balón de la victoria al final de la temporada 1996-97, una de 69 victorias tras las 72 conquistadas el año anterior, el de la pelea. «A partir de ese momento, Michael me miró con otros ojos«, reconocería tiempo después Steve.
Tuvieron que pasar 18 años para que un equipo superara esas 72 victorias. Fueron los Warriors de Curry, Thompson, Green y compañía, un avance evolutivo en el baloncesto que logró 73 victorias en la 2015-16, precisamente con Kerr de entrenador. El técnico había llegado a Golden State en 2014 para sustituir a Mark Jackson y se vio obligado a tener un papel más protagonista que en su etapa como jugador, en la que jugó 910 partidos y solo 30 de titular, nunca superó los 8,6 puntos ni los 24 minutos de promedio y tuvo como tope personal los 26 puntos que anotó en 1991, cuando estaba en Ohio. Nunca antes tan poco protagonismo había tenido resultados tan impresionantes, ya que Kerr se retiró con 5 anillos de campeón, tres en Chicago y dos en San Antonio, haciendo gala de esa cualidad que junto a Robert Horry, desarrolló al máximo: la de estar en el sitio y lugar adecuados. De hecho, ambos jugadores, estuvieron presentes, por separado, en las diez plantillas que se proclamaron campeonas de 1994 a 2003.
Precisamente ese último anillo de los Spurs es el que define perfectamente a Kerr. Tras el tercer partido de las Finales, el escolta dijo que había tenido ganas de levantarse y largarse, una ironía que describía perfectamente la aburrida eliminatoria que se vivió. En el cuarto encuentro sin ir más lejos, entre los texanos y los Nets, sus rivales, se fallaron 114 tiros y se perdieron 27 balones, acabando con un resultado de 77-76. Más allá de la personalidad de Steve, esos playoffs también fueron un reflejo de su juego, disputando apenas 4,6 minutos por partido… y promediando un 83% en triples. En el mínimo continente, el máximo de contenido.
El cerebro de la dinastía de los Warriors
Su llegada a Golden State, criticada en un inicio por su falta de experiencia y acallada cuando conquistó el título en su etapa de debut (algo que antes solo habían conseguido Edward Gottlieb en 1947 y Pat Riley en 1982), cambió drásticamente el baloncesto. Kerr fue el responsable de un nuevo estilo que se instauró definitivamente en el advenimiento de una nueva era, una que ya estaba avisando pero que se estableció del todo con esos Warriors: la del triple. Se dejaba atrás la época del pick and roll y se convertían a los hombres altos en una especie en peligro de extinción para basarse en las canastas de tres puntos, algo en lo que ese grupo de jugadores, con Kerr como maestro y pupilo, fue pionero y que ha tenido su versión más sucia y desvergonzada con los Rokets de James Harden.
Eso sí, antes de llegar a La Bahía, Kerr demostró que también valía como comentarista y como General Manager, pasando por los despachos de los Phoenix Suns de 2007 a 2010 y siendo el responsable de dar a Alvin Gentry (luego su asistente en los Warriors) los mandos tras la salida de D’Antoni o fichar a Shaquille O’Neal en 2008. Fue ya sin el pívot cuando los Suns disputaron las últimas finales de Conferencia de Nash y Stoudemire, el techo del seven seconds or less creado en 2005 y que se saldó con una derrota ante los Lakers de Kobe y Pau (4-2). Fue, por cierto, la última vez que la ciudad de Phoenix vio jugar a su equipo unos playoffs, como la enésima muestra de una extraordinaria inteligencia por parte de Kerr, que estuvo tres años antes de aburrirse y de buscar retos más inspiradores, dejando tras de sí un vacío que nadie ha podido llenar en el desierto de Arizona.
La transgresión y el cambio fueron las señas de identidad de su etapa como entrenador, esa en la que ha sido más protagonista que nunca, con incidencia directa, contacto permanente con la prensa y abandonando definitivamente ese cómodo asiento trasero del que podía salir a placer y en el que tenía espacio suficiente como para estirar las piernas. Kerr ejerció como nadie su nueva labor, creando uno de los ataques más sofisticados, efectivos, estéticos y libertarios de la historia del baloncesto. Con Stephen Curry como santo y seña, sus triples y lo que provocan en la defensa rival fueron lo más recurrente para la vista del espectador, pero el juego no se queda (ni mucho menos) ahí. El estilo creado vino con una ingente cantidad de recursos que se basa en velocidad de pase, tiradores por doquier, una finalización vertical reinventada con gente como JaVale McGee y esa sinfonía callejera de bloqueos, pantallas y otras tretas legales y no tanto, que confunden a unos contrarios que persiguen sombras mientras chocan con muros que no deberían estar ahí, pero que lo están. Con sus premisas de partida y unas bases sólidas y bien construidas, el ataque permitía la libertad de acción suficiente como para que la gente lo confundiera con anarquía y libertinaje, pero que hacía al equipo casi imposible de leer.
Los réditos han sido constantes desde la llegada de Kerr, con dos MVPs de la temporada y uno de las Finales para Curry, All Stars constantes del trío dinámico (Curry, Thompson y Green) la creación del monstruo perfecto, la máquina ideal para esta NBA como puede ser Draymond Green y unos récords constantes de triples monopolizados en el base y el escolta, con uno batiendo la marca un año tras otro y el otro acompañándole, creando un nuevo perfil de jugador que llevaba hasta el extremo lo que en su día fue Ray Allen y que le permitió llegar en la 2016-17 a los 302 triples lanzados en catch and shoot ocho décimas después de recibir (como promedio) y con un acierto de casi un 43% en ellos. Un nuevo baloncesto que no solo tuvo el mejor récord de siempre en esa temporada en la que se quedaron sin anillo («73-9 don´t mean a thing without a ring«, que dirían los Bulls de Jordan), también la mejor post temporada de la historia (16-1 en 2017, superando el 15-1 de los Lakers en 2002 y los Sixers en 1983), ya con Kevin Durant en un equipo que formó uno de los mejores quintetos que ha visto la historia, ese definido como el de la muerte y que juntaba en pista a Curry, Durant, Thompson, Green e Iguodala. Este último, otro descubrimiento soberano que ganó el MVP de las Finales en 2015 y que ha sabido sacar todo su jugo a las órdenes del que ya es uno de los mejores entrenadores de todos los tiempos y que representó como nadie ese lema que acompañaba al histórico equipo, el Strength of Numbers.
Y todo ello sin hablar de la defensa, la mejor también para estos tiempos, como si el inventor de la enfermedad hubiera creado también la vacuna y se la hubiera reservado para uso propio. La defensa de los Warriors se aleja de lo numérico por la evolución del propio baloncesto, pero está en constante evolución, es de fácil mutación y responde a las órdenes de Ron Adamas, un gurú defensivo que se acomodó en Oakland dejando de lado sus deseos de ser primer entrenador. Otrora asistente de Thibodeau, Adams aprovechó los cimientos que había dejado Mark Jackson en la defensa (al contrario que hizo Kerr en el ataque) para crear una defensa basada en los cambios constantes, con emparejamientos de Play Station y en la que todos pueden defender a todos. Motivado por la ausencia del pívot clásico inherente a la NBA de hace unas décadas e inexistente hoy en día, los Warriors han conseguido ser uno de los mejores equipos de siempre, desmadejando a sus rivales y sumando cinco Finales consecutivas entre 2015 y 2019, algo que antes solo habían conseguido los Celtics de Bill Russell. Y LeBron James, claro. Ni siquiera los Lakers del Showtime, esos que contaban con Riley, Magic o Jabbar lo hicieron, aunque sumaron siete en ocho años, algo difícilmente superable por unos Warriors que han tenido en sus dos genios en los despachos (Joe Lacob y Bob Myers) la cima de su estructura. Una puesta a prueba en un año, el del traspaso al Chase Center, con lesiones y decisiones no del todo acertadas, el fin de su dinastía y la ausencia de los playoffs.
Los Warriors han vuelto. Tras dos temporadas de asueto, vuelven a ganar las Finales, cuatro de seis para la dinastía. El carácter de su mente pensante, Entrenador del Año en 2016, con el 73-9, Luke Walton de segundo y luchando con sus continuos problemas de espalda, ha permitido que las estrellas ajusten durante un tiempo el mínimo sus salarios para permanecer todas juntas y dar anillos a La Bahía. El idilio se alargó hasta que Durant quiso, al igual que lo hará la focalización de un Draymond Green cuyo carácter es dominado hasta dónde puede por Kerr, que aprendió a tratar a los jugadores de Phil Jackson y Gregg Popovich. Desde luego, vaya dos maestros. Su gestión de egos y su capacidad para distribuir el balón entre la cantidad de estrellas que ha tenido la franquicia en el último lustro, es solo una cualidad más dentro de una lista de talentos que pocos han tenido en este deporte.
La historia reconocerá a Kerr como una de las mentes más brillantes del baloncesto, un ser espectacularmente inteligente y que fue capaz de hacer una carrera en la NBA con muy pocas cualidades físicas para luego, en los banquillos, crear un nuevo estilo de juego. Kerr ha demostrado ser un superviviente nato, pero también un visionario, una mente brillante con un gran conocimiento del deporte y de las personalidades que trata, cualidades que ya le hacen ser considerado uno de los mejores entrenadores de siempre. Ese es Steve Kerr, el hombre que se pegó con Jordan, le salvó y luego creó una dinastía. Y todo con, por cierto, nueve anillos de campeón (cinco como jugador y cuatro como técnico). Esto le convierte en el profesional de la NBA con más campeonatos después de Phil Jackson (13), Bill Russell (11) y Sam Jones, K.C. Jones y Tom Heinsohn (10); y empatado con el mítico Red Auerbach (9). Desde luego, Steve Kerr es historia pura. Y lo que le queda.