Da gusto cómo la cultura del Carnaval atraviesa fronteras provinciales e inunda cada parte de nuestra vida antes de que nos pongamos a ver cómo nos queda la americana o el traje con la llegada de la Cuaresma. El «esto antes me cerraba» volverá al número uno de todas las listas de éxitos. Y es que no sólo por Halloween te llega el email del colegio con que debes disfrazar al niño. La de veces que de chico me disfracé de futbolista (con el escudo cosido a mano) porque la nota que avisaba del evento se traspapelaría en la mochila. Evidentemente, me quito todo tipo de responsabilidad al respecto. Algo bueno debían traer los tiempos modernos. Y ha sido justamente en esta época de alegría de principios de años, casi enganchado con las ridículas gafas que nos ponemos para celebrar el fin del anterior, cuando un equipo como el Sevilla ha vivido su particular fiesta de Carnaval. Su estadio se ha convertido en un lugar de celebración, cuando no hace tanto debían de tener una sala de torturas que no he llegado a encontrar, viendo las caras con las que salía el respetable. De no ganarle a nadie, a más de uno llevarse las manos a la cabeza por la goleada al PSV, con goles a cada cual más hermoso. Es lo que tienen los estados de ánimo. La alegría. La felicidad. La confianza. El Sevilla ha mutado a un equipo que no simplemente sabe lo que hace (o lo que le piden), sino que disfruta con ello. Parece que no, pero hay diferencia. Porque en el fútbol verdaderamente sólo valen las victorias. Es lo que al final queda. Sin embargo, el profesional quiere gustar a los demás y gustarse a sí mismo. Ver que tiene libertad para intentarlo y que, encima, consigue plasmar en la hierba lo que sólo estaba en su cabeza. Las caras de En-Nesyri, Ocampos o Suso, últimamente, reflejan que el Sevilla se ha quitado la máscara de los complejos y está en camino de quitarse la del miedo al descenso. Todo lo que viene por detrás es libertad. Ser libre para competir de verdad en los meses que quedan.
Esa libertad a la que cantaba Martínez Ares con La ciudad invisible y a la que finalmente no quiere salir cuando la tiene al alcance de la mano. El Sevilla lleva meses entre tinieblas. En la hierba y en los despachos. Con situaciones que no se debían de haber vivido y muchas otras (desconocidas) que aún continúan sucediendo. Que la pelota no se mancha, parafraseando a Maradona, pero tampoco es una roomba que te recoja la mierda de debajo de la mesa. Y que los aromas a segunda despedida que llegan desde el autor de la comparsa que ha conquistado nuevamente Cádiz no atraviesen los muros del Sánchez-Pizjuán y alcancen al mayor seguidor de esta fiesta vecina que tienen por Nervión. Los genios son así. De paso corto y mirada larga. De mirada sincera y mecha corta. No tiene nada que ver con la veneración y sí con dejarles ser cómo son. Y de un asiento en el palco triturado por los nervios y los cambios de postura, a otro en el banquillo inmaculado de no usarse. Jorge Sampaoli, que en Vallecas comprobó que perderse uno de cada tres partidos por sanción comienza a ser un engorro (no puede dar las indicaciones en el momento que le va a estallar la vena del cuello), sigue caminando hacia ese equipo que, con los mimbres que ha podido conseguir (reclamar) en el mercado de saldo, único al que podía acceder su club, ha regalado un sello al que quiere agarrarse y con el que la grada se identifica.
Porque si algo tiene el entrenador de Casilda en su currículum son buenas conexiones con el público. No necesita teloneros. Va a pecho descubierto. Esa pasión al vivirlo de pie en la banda; ese león enfurecido cuando algo sale mal; esos cambios que no acierta ni su segundo; esa celebración con los puños en alto, como cuando te enteras que hay fecha para la despedida de un amigo; o esas ruedas de prensa donde en muchos casos no atinas a saber si has visto el mismo partido. Un personaje genuino que ya cayó una vez de pie en Nervión y está dispuesto a hacer carrera en un momento mucho más complejo. Y algo vital, que cambia lo que no le gusta. Ya no se regalan goles en la salida. Si su idea era religión, al menos ni él ni sus jugadores son fanáticos de la misma. Porque los problemas del Sevilla no se han terminado. El miedo se ha dejado a un lado, pero el problema sigue latente. Muchos cedidos que han disfrazado a una plantilla envejecida, con hombres no aptos para la élite (de profesión: lesionado), en un equipo resultón. Guapo para su madre, normalito para las amigas. Habrá que ver cómo se termina el curso y qué se puede hacer en verano. No obstante, lo primero es disfrutar lo que queda. Vivirlo, competirlo y comprender que no hay más cera que la que arde en muchos casos (ya nos ponemos cofrades). El Sevilla está cogidito con alfileres. Se resfría Badé (cuidado con las gripes) y se contagia hasta el taquillero. Los objetivos pasados son rémoras presentes y desfases presupuestarios futuros. Que el Carnaval dura lo que dura, disfrazando las penurias con su desbordante alegría. La realidad es ésta: el Sevilla ya no es el que perdía lastimosamente en Girona, ni tampoco el que se comió en 20 minutos al PSV. No hay que calcular los puntos que faltan para los 40, aunque tampoco mirar si el séptimo está más lejos o más cerca. Sampaoli ha conseguido que haya más que hagan lo segundo que lo primero. Le ha arrancado a mordiscos en el cerebro el disfraz de perdedor al equipo. Si el Sevilla se anima a vivir en una fiesta de Carnaval (alegría) constante, cuando hace dos meses era un velatorio perenne… Bienvenido sea.