Nunca entenderé cómo se puede tener la sangre fría, las narices, el arrojo, la valentía, la firmeza, la osadía, el coraje y hasta los santos coj… de atreverse a lanzar un penalti, la suerte definitiva del fútbol, mirando al tendido. Pero hacerlo en una final carece de cualquier tipo de sentido. Hay que estar muy loco o ser el más cuerdo dentro de un mundo de locura. Y si encima lo hace una persona tan pasional dentro de la cancha (como le gusta decir a nuestro protagonista), la explicación se descompone antes de poder formularla. Simplemente, Lucas Ocampos. Su conocido adiós al Sevilla no deja indiferente a nadie. Le echarán de menos, por supuesto. Y más de lo que muchos (con mando en plaza) pueden llegar a ver ahora mismo. No es lo que Lucas le daba al Sevilla, es lo que el Sevilla pierde sin él. Energía, fuerza, liderazgo, compromiso… Lealtad. Quizás sea uno de los pocos al que no le quede grande esa palabra. Un futbolista que siempre fue leal al Sevilla. Incluso se marchó a Ámsterdam sin querer hacerlo, donde comprendió en pocos meses el frío que hace lejos de Nervión. Y se va ahora por dejarle algo al Sevilla, según sus propias palabras. Unos cuantos millones para seguir engordando la vaca antes del sacrificio, pero esto él no lo sabe. Hasta para eso ha sido leal Ocampos. Su recuerdo permanecerá inalterable en el tercer gran Sevilla de este siglo. El de Colonia y Budapest. El del récord de puntos. El del United y la Juve. El de la mejor banda, con capote argentino y peinado de estrella de rock. El más cuerdo de los locos. Sin duda.
Repasando su historia de amor verdadero con el Sevilla, no se puede dejar pasar la fase final de la sexta Europa League en Alemania. Su gol en cuartos. Su lesión en la rodilla. Su aliento desde ese banquillo improvisado en la grada por la pandemia y esa mascarilla sobre la perilla para gritar hasta que las lágrimas salieron en su busca. Unas lágrimas que repetiría en Budapest, con ese gesto tan nuestro de un no me lo creo con los brazos. Y todo esto lo ha hecho con ese baremo de la exigencia, por momentos, desatado contra su figura. Que si la izquierda o la derecha. Que si su primer año fue irreal. Que si Julen dejó de confiar en él. Quiero pensar que a los mejores siempre se les pide más. No fue futbolista de brillar de domingo a domingo. Más bien de batallarlos. Masticarlos como piedras en el camino. De empujar con su inagotable insistencia, para vestirse de gala cuando hacía falta. Cuando llegaban las finales. Donde marcaba o asistía como si se tratase de un partido más. No ha nacido entrenador que haya pasado por el Sevilla que no alinease a Ocampos en los día de la verdad. Ni uno. Por algo será.
Su marcha, como la de Fernando, Rakitic y la próxima de Jesús Navas, todos ellos porque les va abandonando la élite, no precisamente al bueno de Lucas, escenifica el adiós del último gran Sevilla. Y digo bien el último, porque al siguiente que deba coger ese testigo da la sensación de estar muy lejos, tanto como las personas que consiguieron ejecutarlo. Como decía hace unos días, el Sevilla se desprende de la poca élite que le quedaba. De esos hombres que hacen y son equipo. De los que son necesarios para construir un proyecto de verdad, no un castillo en el aire que una arrancada del propio Ocampos se llevaría por delante sin apenas darse cuenta. Las despedidas de las personas que han escrito historia en un club no son sencillas. El vacío que dejan al cerrar la puerta es inmenso. Incontestable. Comprobar que tiempo pasado sí fue mejor provoca una sensación de orfandad irrecuperable. Ocampos dejó su última mirada cómplice en Budapest, mientras el balón rodaba mansamente a la red y acercaba la séptima al Sánchez-Pizjuán. Su rabia permanecerá por siempre en Nervión. Porque eso le queda ahora al sevillista. Mirar a los recuerdos. Y agradecer a los protagonistas que los hicieron posible.